Un viaje de trabajo. Me pongo Lose Yourself y hago mi ritual para levantar un boing 787 yo sola. No hablo. Me concentro. Tengo una misión. Pero algo ha cambiado. Tengo menos miedo. Miro incluso por la ventana cómo nos despegamos del suelo. Ya me pasó en el último vuelo que cogí hace unos meses. Pensé que era porque fue muy corto. Pero no. El miedo vino sin darme cuenta hace años y parece que se ha ido. Conservo cierta angustia. Tampoco es que esté relajadísima yo. Pero no me muero de miedo. Puedo respirar. Este viaje ha sido en primera. Eso también ayuda. Tener espacio personal. Levantar las piernas. Dormir. Leer tranquila. Para que luego digan que el dinero no ayuda.
Tel Aviv huele a arena y a algo dulce que no consigo identificar al aterrizar. Puede que sea neroli porque están los naranjos en flor en las calles. Me sorprende una ciudad bonita, destartalada, llena de vegetación y con los restaurantes a tope un lunes por la noche.
Contesto un mail de madrugada. Veo el mar desde mi cama. No puedo evitar pensar que el otro me tendrá en buena consideración por solucionar problemas fuera del horario. Según lo pienso, me siento imbécil. No he conseguido desaprender ese orgullo, el valor de esa entrega que no es tal. Pero estoy en ello.
Me dan un masaje en el hotel. Me encantaría saberlo todo sobre la masajista. Tiene unas arrugas gruesas y brillantes en la frente que a mí siempre me dan sensación de salud. Me tiro 50 minutos imaginándome su vida en Tel Aviv. Su casa en la ciudad con el metro cuadrado más caro del mundo. Su nevera kosher. O no. Me muero por preguntarle. No habla nada de inglés. Yo no hablo nada de hebreo. Me doy cuenta de lo poco que sé de los judíos a pesar de haber leído tantos libros sobre el holocausto y la Rusia de Stalin. No sé nada del ahora. Tengo que leer más. Me estrecha las manos fuerte y me sonríe mucho al despedirse. Las dos bajamos la cabeza. Mitad cariño, mitad respeto. Hay algo íntimo en los masajes. Me encanta su energía. La quiero para mí.
Coincido en una mesa con gente de otros países. Yo pregunto. Sonrío. Trato de bromear. Me intereso. Todo en inglés, el lenguaje común entre todos. Una mira el móvil y habla en francés a otras dos que se vuelven una piña cerrada. El resto charlamos como podemos. Muchas veces de lugares comunes, otras veces no. Suceden pequeños milagros de intimidad en los viajes de trabajo. Una con un puesto de mucha responsabilidad me comenta que le gusta teletrabajar porque dispone de su tiempo para organizarse, pero que si sabe que alguien de dirección está en la oficina, va porque siente que pierde el control. No por operatividad. No le gusta eso de sí misma. Me dan una receta de algo que sé que nunca voy a cocinar. Y hablamos de un pueblo español del tío de un alemán. No conseguimos saber el pueblo. Las tres francesas siguen hablando entre ellas. Me sorprenden las personas que no tienen curiosidad por saber quién tienen al lado. Qué hay de diferente en los demás, de sorprendente, de nuevo. Pero hicieron muchas fotos de la comida y visitaron todos los ‘hot spots’ del plano. Vieron dos mercados y un museo más que yo.
Hacemos un recorrido por el arte callejero de la ciudad con dos guías. Uno de ellos come pistachos y parece amable y preocupado por el devenir del mundo. Terrenal. Hijo de un agricultor. Vive en una granja lejos y sabe siempre qué fruta está de temporada. Ha vivido en Ecuador un año para estudiar historia. Come kosher. Tiene dos neveras. Sí. Pero si viaja no se preocupa por eso. Le pregunto todo lo que puedo. En sus comidas familiares está prohibido hablar de política. Su abuela lo prohibe. Explica claro y con esperanza. El otro es un artista optimista que me hace sentir envidia de tener una misión en la vida. Él la tiene. La persigue. Hablan de la palaba ‘Paz’ como si fuera algo delicado y precioso. Como si fuera un bolita de lana que se pasan el uno al otro y que se pudiera deshacer como hablemos alto o no tengamos cuidado o respeto. Es raro porque doy por sentada la paz, claro. Me encantaría saberlo todo de ellos. Se me hace corto.
Iba a ir a un mercado a comprar un regalo. Pero me fui dando un paseo al mar. Llovía en la playa. Me sentí muy afortunada.
Amaya
P.D. 1 Vengo sin libro. Traigo un perfume a cambio: Eau Extraordinaire de Clarins. El viaje era para conocer el nuevo spa que Clarins ha abierto en el Hotel Elkonin en Tel Aviv. La masajista olía a este perfume. Algo masculino. Lleva jengibre y cítricos. Y creo que pachuli. Dura poquito, lo normal en este estilo. Pero tiene un punto seco que me resulta energético. Da ganas de remangarse y ponerse a ello.