“Siempre me ha resultado extraño el concepto de ‘dejarse llevar’ por una razón de lo más trivial: no sé adónde me lleva”. Nada es verdad, de Veronica Raimo.
Todos nos creemos súper especiales y luego resulta que mi amiga Paloma Abad y yo, las dos, mandamos nuestra newsletter a la hora que nacieron nuestros hijos. Lo descubrimos en un grupo de WhatsApp no sin cierta sorpresa. Eliges la hora pensando: “Mira qué cosa tan única y tan mágica. Qué original soy”. Y no. Pues así con todo.
Leer me ayuda a saber que no soy tan única, tan distinta. La teoría educativa de mi madre, también. No sufro mucho más. Ni mucho menos. Mi ansiedad probablemente sea una del montón. Y esa manía que no me atrevo a confesar, pues hay un millón de personas en Tik Tok que hablan de ella (he vuelto a caer en Tik Tok sí).
Una cosa que me sorprendió mucho es que las personas con enfermedades mentales comparten las paranoias, por ejemplo, que les leen el cerebro. Me parecía que la locura era una forma extrema que no encontraría dos locuras iguales. Y resulta que sí, que nos repetimos incluso en eso. Hay un patrón, un camino incluso cuando el cerebro se ha desestabilizado.
He leído un libro que me hubiera encantado escribir. Me he reído mucho. Lo tengo todo subrayado. Esta es la primera página.
Veronica Raimo cuenta en “Nada es verdad” toda una serie de mentiras que, casi con toda probabilidad, sean verdades acerca de su familia: una madre que siempre está angustiada, un padre con muchas obsesiones y un hermano perfecto. Así que, a través de la exageración, o igual no, explica su infancia:
“En quinto de primaria, justo antes de los exámenes, enfermé de reumatismo articular agudo. Júbilo general en mi familia de hipocondriacos al descubrir que había entre nosotros una auténtica enferma”.
Me he reído con muchos fragmentos pero lo que me dejó muy sorprendida es que la protagonista dice que no la reconocen. Me pasa lo mismo. Por eso me presento todo el rato, incluso a gente que me conoce. Muchas veces parezco imbécil. Pero siempre dudo si sabrán que soy.
“A veces me pregunto si la constante vaguedad en la que vivo no dependerá de una característica innata mía: nadie me reconoce. […] En mi barrio deambula un chico que se te acerca para pedirte un abrazo y luego te toca el culo. Aunque sé cómo acabará la cosa, se lo permito pensando en mi propia frustración cuando me lanzo en un abrazo y veo a la otra persona dar un paso atrás porque no me ha reconocido. Siempre hay algo que no cuadra: llevo gafas de sol, el pelo más corto, más largo, he cambiado de tinte, llevo tacones, estoy morena llevo capucha, llevo bufanda, me estoy comiendo un suppli que me tapa la boca”.
La entiendo. Yo, encima, pido perdón: es que hoy voy mal peinada, he engordado, igual es el look, yo también soy muy mala para las caras, he adelgazado... Pero ¡no!
No soy una persona de muchos cambios físicos. Cuando tenía 13 años, una profesora de mi colegio nos dijo que llevar siempre el mismo peinado manifestaba personalidad. Me impactó y miré impresionada a una compañera que todos los días lucía una impoluta melena lisa con un tupé perfecto, redondo y pulido sujeto por una diadema de colores neutros. Me he pasado la vida admirando en secreto a las personas que son fieles a un peinado como si tuvieran un secreto que los demás desconocemos. Aunque igual ese secreto es la inseguridad, vete tú a saber…
Lo mío con el pelo siempre ha sido supervivencia, no carácter. He probado todo, y más en aquellos años. Tengo pelo para tres cabezas, grueso, ondulado y seco. A los 40 he acabado llevando casi siempre el mismo peinado. Aunque no es estrictamente un peinado, si no una forma práctica de llevarlo recogido y no tener que dedicar tiempo a su mantenimiento. Y ni por esas me recuerdan. He llegado a pensar en la poca impresión que causo si no me reconocen. O igual es que mi cara se transforma mucho… ¿Seré yo camaleónica? (Estoy segura de que mi madre utilizaría otro adjetivo). Lo peor es que muchas veces me quedo pensando: ¿Le habré decepcionado y su recuerdo de mí era mejor que lo que ha encontrado?
Verónica y yo no solo compartimos esa capacidad de ser olvidables físicamente, también la afición de meter un chiste o una pequeña auto humillación en un momento cargado de sentimiento.
“No sé por qué mi hermano y yo nos sentimos tan intimidados por la solemnidad, como si tuviéramos miedo de tener que manejar el énfasis de ciertos momentos. Sentimos una profunda devoción por la dejadez. Tenemos que rebajar el tono de una declaración de amor, meter un chiste idiota, embadurnar de salsa el papel en el que estamos escribiendo algo que nos hace llorar, dejarnos la bragueta abierta si alguien está rompiendo con nosotros”.
Me escribió una mujer por Instagram para decirme que me había visto en la heladería estas vacaciones. Dos veces. No me quiso saludar por no molestarme. No se puede imaginar la ilusión que me hizo que me reconociera. A pesar de los malos pelos por la humedad. Diez tonos más de color de piel resultado de pasar horas en el agua. Y, con toda seguridad, un look cutre adornado con una riñonera estilo abertzale años 90 que he llevado todo el verano y de la que mi hermana se sigue riendo. Me reconoció.
Amaya Ascunce
P.D. Por cierto, si os gusta la belleza y la vida, Paloma es maravillosa. Como no todo el mundo puede tenerla como amiga (lo siento), acceder a su newsletter me parece un regalo: Pretty in, Pretty out. Os llegará a la hora en la que nació su hijo.