“Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber." Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg
El otro día tuvimos un cumpleaños infantil en un parque de bolas (lo sé, oigo vuestros dientes rechinar de envidia). Veintipico niños de 5 años. Mi acúfeno todavía se está resintiendo del nivel de decibelios. Llegamos. Ilusión. Gritos. Sobre excitación en todos aquellos que medían alrededor de un metro. Ansiedad. Preguntas existenciales. Modo huida en los que medíamos más de metro y medio. Superado el impacto inicial, los niños descubren una máquina de bolas sorpresa de Pokemon (por qué Pokemon sigue siendo algo que funciona en 2024 tampoco lo entiendo). Cuesta un euro. Un padre decide comprarle a su hijo una sin pedir opinión. Se abre el cisma. Todos los niños quieren. Hay niños que han ido sin padre ni madre y algunos no queremos comprarles una bola que será una basura más en el mundo. Toca aguantar y decir: “Tú, no”.
Y te ves en ese momento pensando: “Qué más da, Amaya. Si es una tontería. No estás educando a tu hija por no comprar esa bola. Solo está sintiendo que otros la tienen y ella, no”. Pero no sabes cómo aguantas el chaparrón inicial y ella acepta que ella no. Y tampoco pasa gran cosa.
Odio esas bolas que hay en gasolineras y bares. Son una fuente de frustración enorme. Primero por si aceptamos comprarlas o no y, luego, las escasas veces que hemos transigido la sorpresa siempre defrauda a M. Ella ha visto en el cartel exactamente la sorpresa que quiere. Lo normal por probabilidad es que no le toque esa o en el color deseado. Y cuando le toca, le parece una mierda porque todo lo que hay dentro de esas bolas es una prebasura y hasta una niña de 5 años se da cuenta de que no tiene nada que ver la imagen de la foto con lo que sale. Si encima hay dos niños, y les tocan basuritas distintas, olvídate. Dos horas de discusión y lloros.
Muñequitos, cochecitos, pelotitas, slime, animales de plástico, gomas de pelo, horquillas, pinturas que no pintan, rotuladores… Los cajones de mi casa están llenos de esos titos con los que jamás juega. Solo quiere poseerlos. Tampoco es fácil tirarlos, porque tienen una memoria prodigiosa para la pérdida.
Cada cierto tiempo, cuando creo que ese último tito habrá sido olvidado, cojo una bolsa y la lleno de basurillas nunca usadas. Son como cerillas de emoción, todas gastadas. Yo trato de contarle a M. que cada uno de esos objetos ha necesitado del trabajo de una persona en alguna parte del mundo, electricidad, luego un barco, un repartidor… Ha consumido recursos del mundo ¿para qué? Para acabar en una bolsa de basura junto a un elefante bizco y un dinosaurio con una pata más corta y la cabeza llena de slime. No es que no quiera que sea caprichosa, que tampoco, es algo más complicado. Es una responsabilidad con el mundo y con las personas que hay detrás de los objetos.
Un padre de los que había accedido a comprar la bola Pokemon me miró con culpabilidad mientras le explicaba a M. mi reflexión sobre el respeto al trabajo y a los recursos.
—Lo siento, es que su cumpleaños y yo soy débil, y no he empezado primero—me dijo riéndose.
Educar es una cosa rarísima. La mitad del tiempo no tienes ni idea de lo que estás haciendo. Y la otra mitad, te estás siendo culpable por no hacerlo bien.
Amaya Ascunce
P. D. He leído Podrías hacer esto algo bonito de Maggie Smith. Son unas memorias en las que la autora cuenta su proceso de divorcio con dos hijos pequeños después de descubrir que su marido le es infiel.
Me ha tenido con el corazón encogido. Es lírico. Es triste y a la vez es un libro acogedor. Me ha gustado muchísimo. Además, su separación comienza por una piña que el padre trae a su hijo, un niño coleccionista de titos.
Me ha interpelado de muchas maneras y una de ellas ha sido sobre escribir y tener hijos. O trabajar y tener hijos.
“Mi tiempo para la escritura estaba comprimido: escribía durante la hora del almuerzo, en mi cubículo, y por las noches, en mi sofá cuando la niña se dormía. ¿Las tardes de lectura y escritura en cafeterías con mi marido? Cosa del pasado. El tiempo en familia también estaba comprimido: mi marido y yo estábamos con Violet durante la cena, el baño y a la hora de dormir, y a primera hora de la mañana, en ese lapso enloquecido en el que nos preparábamos para empezar la jornada, pero el grueso de los días lo pasábamos por separado, cada cual en un sitio diferente”.
Son unas memorias sinceras que hablan de qué hace uno con la vida con la que había contando, con el amor y con la familia que quería cuando todo cambia sin haberlo elegido.
“Mi cabeza no para nunca. Si estoy tranquila y quieta casi me parece oír su zumbido de electrodoméstico viejo. A lo mejor tú también la oyes al pasar estas páginas. Es ese murmullo el sonido de rumiar, el de la mente masticando y masticando, incapaz de tragar. Me preocupan el dinero, el trabajo, las relaciones. Me preocupa el futuro, que parece envuelto en una densa niebla. ¿Qué se materializará entonces que yo aún no puedo ver? Pero sobre todo me preocupan mis hijos”.
Maggie Smith es poeta e incluye este poema por el que se hizo famosa y que me parece un texto precioso y que tiene algo de la filosofía de tratar de educar a los hijos y no tener mucha idea.
Buenos cimientos
La vida es corta, pero no se lo cuento a mis hijos.
La vida es corta y yo he acortado la mía
de mil maneras deliciosas y desatinadas,
mil maneras deliciosamente desatinadas
que no les contaré a mis hijos. El mundo es terrible
al menos en un cincuenta por ciento, tirando
por lo bajo, pero no se lo cuento a mis hijos.
Por cada pájaro hay una pedrada a un pájaro.
Por cada niño amado, un niño roto, en un saco,
hundido en un lago, La vida es corta y como poco
la mitad del mundo es terrible, y por cada amable
desconocido hay uno capaz de aniquilarte
pero no se lo cuento a mis hijos. Yo procuro
venderles el mundo, Un agente inmobiliario decente,
hasta el peor cuchitril te lo enseña elogiando
sus buenos cimientos: Esto podría ser bonito,
¿a que sí? Podrías hacer de esto algo bonito.
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Es difícil, educar a los hijos sabiendo cómo está hecho el mundo, que hay niños que no tienen ni para comer y que el muñequito absurdo de turno es otro ladrillo en el muro de la contaminación, pero intentar a la vez preservar su mirada inocente llena de ilusión. Explicarles a los míos la guerra de Ucrania fue un acto de encaje de bolillos… y ahora me da miedo de que se hayan acostumbrado cada vez que rezamos en la hora de la comida por la gente de Ucrania- ah! Ucrania no es un país, es una guerra.
Cuando celebramos cumpleaños siempre pongo en las invitaciones - No traigáis regalos. Y mis hijos nunca llevan regalos a cumpleaños ajenos. Pero ya me he cansado de dar explicaciones a otros padres- y mis hijos? Pues tienen que ser los raros en alguna que otra ocasión. No pasa nada, en peores plazas hemos lidiado.
Que te tomaras tu tiempo explicando a tu hija la ley de la oferta y la demanda en un cumpleaños me parece digno del premio al padre del año.
Amaya, gracias por estas cartas. Siempre me gustan y las disfruto (además de tomar nota de las recomendaciones literarias), pero es que esta vez me he sentido muy identificada.
De dos peques, uno solo piensa en comprar. Quiero que veamos juntos el documental "Buy Now", porque realmente siempre tengo la impresión de comenzar este tipo de charlas desinformada. ¿Y así cómo voy a convencerle de nada? Además de que, de alguna manera, yo tengo mis propios "titos"; también hago compras basura. Así que volveremos a ver "The true cost", y añadiremos "Buy Now" a la lista, a ver si nos impacta tanto como lo hizo "Cowspiracy" en su día...
Gracias por este espacio de reflexión, Amaya. Y por tu honestidad. Un abrazo!