Entre mis dotes apocalípticas está ubicar el norte. Estas dotes provienen de ser una niña de campamento capaz de hacerte un vivak con una bolsa de basura y una cuerda, localizar un río y volver al pueblo mirando el musgo de los árboles mientras bebo agua del rocío de las plantas. Quizás de aquellos barros, estos lodos preparacionistas.
Me llamaron para que fuera a la tele a hablar de mi mochila del fin del mundo. Por supuesto, lo rechacé. No tengo ganas de convertirme en la zumbada de España. Mucha gente piensa que los preparacionistas son conspiranoicos individualistas con tendencias militares y de ultraderecha. Yo solo soy una persona con mucha imaginación y ansiedad. Me preocupa tener algo en común con ese grupo poblacional. Me salva que Broncano está en nuestro grupo, aunque seguro que él tiene un búnker y un montón de olivos. Eso me da envidia.
Esta semana nadé en un sótano de un hotel en una piscina preciosa y pensé que podría ser un buen búnker. Este es mi tipo de imaginación. Veo un muro gordo y pienso: esto aguanta una guerra. Un asiático delgadito hacía pesas en el gimnasio y yo escuchaba esta canción después de haber hecho 30 largos y pensaba cómo sería buscar comida en ese barrio si las cosas se ponían mal. Ahora viajo con las coordenadas impresas del refugio en el que he quedado con mi familia en caso de fin del mundo, por si me pilla fuera de casa. Ese es mi tipo de ansiedad.
Me vendrá bien saber dónde está el norte. También sé siempre dónde está el mar. Llego a una ciudad y la coloco en mi mente sobre una especie de reloj imaginario. En el caso de las ciudades de costa, coloco el norte y el mar. Y, a partir de ahí, me muevo en mi cabeza por ese tablero.
Lo curioso es que el mar siempre me sorprende. Yo sé que, si miro hacia la izquierda, allí debería estar, por ejemplo, en un recorrido en taxi hacia Barcelona esta semana. Lo miro y me impacta cada vez su belleza. De alguna manera me pilla por sorpresa. No sé qué tengo con el mar. Veo al taxista que conduce como si no aconteciera ese milagro azul grande y poderoso en nuestra ventanilla. Él va absorto escuchando las noticias y no le dedica ni un vistazo. Yo siempre busco el mar. ¿Uno se acostumbra? Nunca he vivido en una ciudad con mar. ¿Si lo hiciera dejaría de maravillarme? ¿Os pasa eso afortunados habitantes de ciudades con mar? “Recuerda que hace años soñabas con lo que tienes ahora”. “Si siempre te pasaran cosas buenas, no las valorarías”. “Esto te hará más fuerte” “Lo que sucede conviene”. El algoritmo de Tiktok me sirve vídeos de esos sin parar. Como si fuera yo una optimista facilona. La atención se la prestamos también a lo que nos molesta, no solo a lo que nos gusta, pero de momento las máquinas no distinguen.
Esta semana he descubierto el truco de algunos de esos optimistas. Resulta que no creen que las cosas vayan a ir bien. No. Solo las empujan sin sentido porque piensan que de alguna manera se resolverán. No creen que las decisiones que están tomando vayan a hacer que eso funcione. No creen que sean las mejores decisiones. No. Solo se mueven empujando esa bola hasta que se resuelva sola o pase algo que lo dé por terminado o la vida les saque de esa bola de manera accidental. No me parece un tipo de sabiduría, es más, me parece justo lo contrario, pero es mucho más práctico y sencillo que tratar que las cosas funcionen de verdad o asumir que no funcionan. Lo vi tan claro que he decido dejar de ser la ceniza que explica por qué cree que eso no va a suceder, o por qué esa es una mierda de decisión. Ahora soy una optimista facilona que empuja la bola y confía en que “todo pasa por una razón”. La razón es no tener conflictos y no ser una ceniza. Lo llaman optimismo, pero en realidad es pensamiento mágico, solo que yo no había conseguido entenderlo hasta ahora. Igual es porque, insisto, yo siempre sé donde está el norte.
Amaya Ascunce
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Soy otra que se maravilla con la mar. En mi lenguaje es la mar. El océano, pero la mar. Supongo que ser hija de patrón de barco atunero, es lo que tiene.
Todavía no he contado los pasos que separan la puerta de mi casa de su orilla, pero ahí echando un rolassso marinero, diría que menos de 100… y los doy cada día con la necesidad de llegar allí y conseguir respirar. Como si fuera de esa orilla, la respiración fuera superficial y poco efectiva. Esa que te dicen en cada sesión de meditación que tienes que eliminar. Cada día llego a la orilla y puedo hacer respiraciones completas. Y da lo mismo si está calma, que si hay mar de fondo, o que nos esté azotando un temporal. Para poder respirar bien, tengo que llegar a la orilla. Aquí es es fácil, estoy en una isla.
Creo que es una de esas cosas que aún teniéndola cada día, valoro infinito su presencia.
Me he criado en una ciudad con mar, al norte, y llevo varios años estudiando en Madrid, confirmo, el mar NUNCA deja de fascinarme. Cuando estoy en casa, quiero verlo todos los días, y cuando me voy lejos, en el bus, de camino a Madrid, lo último que hago es despedirme de él.
Tiene algo especial y mágico, siempre diferente, siempre en movimiento...
Como siempre, otro texto maravilloso. Si lees esto Amaya, decirte que releo con especial cariño "Volver a vivir", "Lo contrario", "Todos los veranos" y por supuesto "Team Builing". Gracias!