“Toda piscina es alegre, porque convoca personas ociosas y una razonable voluntad de disfrute”. Piscinosofía de Anabel Vázquez.
Recuerdo muchas piscinas en mi vida y casi todas eran una promesa.
En frente de casa de mis padres, en el ático de una torre de pisos, había una. Jamás la vi. Era una piscina mitológica, una rareza en una ciudad como Pamplona en los 90. Recuerdo la piscina cubierta a la que me llevaba mi padre a nadar los domingos y que casi seguro está detrás de que yo siga nadando. Tenía un solárium para tomar el sol, optimista, e ingenuo, porque siempre llovía allí fuera. La de los apartamentos de Benidorm que era gigante, desproporcionada, colosal, como Benidorm: una piscina de 50 metros en la que nunca hacíamos pie. Cubría 5 metros y tenía trampolines de salto profesional. Yo sufrí un corte de digestión por una tripada al tirarme de ellos. Tuvieron que rellenarla hasta la mitad porque el mantenimiento era insostenible. Recuerdo la piscina de “los vascos”, en un pueblo soriano al que íbamos, que era la piscina prometida: “Igual hoy nos invitan a ir”, decía yo… Nunca fui. La pública de Pamplona donde me partí las palas justo antes de la comunión. Y muchas más: las de las casas que he alquilado en vacaciones para nosotros solos con la ilusión de ese juego infantil de bañarse desnudo y de noche (sobrevalorado en mi opinión). Piscinas de hoteles, de campings, de spas. He nadado en muchas piscinas de Madrid buscando una calle que no tuviera que compartir con otros seis nadadores. He nadado sola mirando al mar de China en una piscina preciosa que rebosaba por los lados a un jardín frondoso pero ordenado. Esta:
En Santorini en una villa privada con vistas al volcán. En La Habana sobre los tejados reventados de la ciudad en un viaje en el que fui muy feliz. En el Sáhara en mi cumpleaños porque un amigo me dijo: “Ascunce, cuando seas mayor te acordarás de esto: una vez fue mi cumpleaños, y me bañé en mitad del desierto, de noche, en agua helada en febrero. ¿O prefieres recordar la vez que NO te bañaste en el Sáhara el día de tu cumple?” (Gracias Iban). Me he bañado muchas veces en La Elipa en una piscina cubierta de los 70 que, cuando había tormenta, goteaba el agua sobre mí. Y todos los viernes nado en una de un colegio mientras mi hija recibe clases de natación al lado. Ahora tengo una piscina propia. O una mínima porción de ella que comparto con mis vecinos. Y cuando me vine a vivir a esta casa, a veces salía a mirarla por la ventana de mi cuarto. Me sigo sorprendiendo cuando la abren. Le saco fotos. Me parece un pequeño milagro y puede que lo sea dentro de poco con el problema de agua que puede enfrentar España donde hay una por cada 37 habitantes.
Las urbanizaciones con piscina tienen cierta mala fama. Escuché estos días en un podcast una crítica sobre la vida en los PAU, los barrios a las afueras de Madrid construidos para las familias. Decían cosas como aburrimiento, frustración, conformismo… Yo vivo en una casa de ladrillos rojos, en una finca de esas que tienen piscina dentro, y vecinos, y trasteros, y columpios y hasta un merendero. Y me encanta mi casa. No es un PAU, pero podría serlo. Y conozco a bastante gente feliz aquí, supongo que como en cualquier lado. Un vecino muy mayor me comentaba un día: “Cuando llegué aquí, todo me parecía un lujo: el espacio, el jardín cuidado, la piscina”. Imagino que es algo a lo que no tenía acceso fuera de este recinto.
Me acordé del libro La España de las piscinas en el que se critica el uso y el abuso de las piscinas y como hemos construido un modelo individualista de vida que incluso define nuestra política. Pero el autor también decía esto en una entrevista de El País: “Utilizan la palabra aspiracional para definir el estilo de vida de los suburbios como si fuese algo negativo. Sucede lo mismo con los centros comerciales, “esos lugares donde la clase media da vueltas los fines de semana”, ¿y qué? Si no entiendes que el centro comercial, Benidorm, Torremolinos, los PAU y la dispersión urbana son modelos democráticos que también debes defender es que no entiendes el mundo. Ahí está la gente que vive de su trabajo, son tu gente, tienes que conocerla”.
Entiendo que este tipo de casas están hechas para que la ciudad viva hacia dentro, hacia lo privado. Madrid cada vez me resulta una ciudad más parcelada. No sé si yo me he hecho mayor o la ciudad ha cambiado. Ya no veo el pueblo enorme al que llegué, el espacio libre y compartido. Ahora veo a cada uno en su sitio, auto cercado. Con cada vez menos zonas comunes como son las piscinas públicas. Yo he nadado en muchas. Y no es fácil ni llegar a ellas, ni encontrar espacio para nadar con cierta tranquilidad, y el hueco para la toalla suele ser complicado. No hablo ya de flotar sin rumbo…
Leo en Piscinosofía de Anabel Vazquez (con la que comparto este gran amor por las piscinas) que ella no necesita poseer una piscina.
“Hay millones de piscinas en el mundo y no necesito poseer ninguna de ellas. Las tengo todas. Prefiero la habitación propia a la piscina privada”.
La entiendo, pero nunca pensé que tener una tan cerca me haría tan feliz.
“Un lugar con una piscina es mejor que un lugar sin ella. Y lo es porque exige tiempo libre cerca, libera el cuerpo invita al contacto con nuestra propia piel; también lo es porque asume que las necesidades básicas están cubiertas. Además de un bálsamo, una piscina es una contradicción húmeda, porque concentra, a la vez, descanso y movimiento, naturaleza y cultura. Es elitista, pero no demasiado, democrática, pero tampoco mucho. Tranquila, pero en su justa medida. Segura, pero no te confíes”.
Guardo piscinas en mi Instagram. Y he buscado en Google todas las que menciona Anabel.
No llego a entender por qué me llaman tanto, imagino que tiene algo de la promesa infantil que siempre era una piscina, del momento lúdico y relajado. Es una de las cosas que más eché de menos en el confinamiento y siempre llevo gafas de nadar cuando viajo, por si acaso hay suerte y acabo pudiendo flotar en una, que es lo que realmente me gusta. Ahí, nada pesa.
Amaya Ascunce
P.D. 1 Hablando de promesas. Ya viene el verano y aquí va un perfume de verano total: Ilio de Diptyque.
Creo que si tuviera que quedarme solo con una marca, casi seguro sería Diptyque. Me gusta mucho como hacen los perfumes porque me huelen a jardín. Este perfume me huele a iris e higo. No soy fan del iris. Hay algo que me recuerda a un bolso cerrado y húmedo en él. Pero esta versión me gusta. Se me parece mucho al exitoso Infusión d’Iris de Prada pero Ilio es menos cítrico. Tiene algo caliente que me va mejor.
Recuerdo con gran cariño la piscina de 6x12 ¡No era pequeña! que hizo mi yayo en el chalet que compró con mucho esfuerzo y trabajo para que sus hijos,nietos y demás amigos disfrutaremos los veranos sofocantes de Zaragoza. No creo que se llegará a bañar una sola vez. Pero si lo recuerdo sentado con su camisa medio abierta y su sombrero de paja vigilando que no ocurriera nada. ¡Están los chicos en la piscina! Cómo voz de alarma.
Fue la primera piscina de la urbanización y casi casi llegó a ser una piscina pública.
Qué gran carta, Amaya.
A mí no me gustan las piscinas, me parecen un triste sucedáneo del mar, PERO, también adoro nadar y aunque soy de costa, aprendí en una al lado de la plaza de toros de las Ventas, a los 31. Sí, todo muy raro, lo sé 😂 Creo que es de las mejores anécdotas de mi vida. Creo que le tengo manía a las piscinas porque siempre me han hecho sentir mal con mi cuerpo hasta adulta, cuando he conocido el disfrute de desplazarme en ellas mientras pongo el cerebro en encefalograma plano. Cómo si fuera el traje de un superhéroe, en bañador de natación me siento cómoda, me da igual si a alguien no le gustan mis lorzas. Curioso. Contradictorio, lo sé.
En mi casa tengo enmarcada una foto de Stephen Shore donde aparece su mujer, de espaldas, en una hermosa piscina que llena de azul la foto. Creo que no te hará tan feliz como la tuya propia, pero puede gustarte.
Un abrazo!!