Siento el orgullo de los idiotas. Soy la influencer del apocalipsis. Me he convertido en la chalada que lo vio venir. Estas semanas he recibido más de 500 comentarios, mails, mensajes, y whatsapps sobre la mochila del fin del mundo. Yo ya estaba zumbada y asustada antes que vosotros.
Así es la vida. Yo lo que quiero es ser influencer de casas en la playa y perfumes y libros y tiempo libre. Y ando recomendando una placa solar portátil y pastillas para potabilizar agua.
Quiero toda esa vida de sueño en la playa, pero también quiero un búnker. Las cosas como son. Una casita bonita, con vistas al mar y un buen sótano con protección antinuclear, comida liofilizada de la NASA para 5 años y bien de vitamina D.
Lo malo es que pienso que seguro que me da un buen lumbago de la ansiedad cuando las cosas se pongan serias y no voy a poder ni echarme la mochila al hombro.
Además, trabajo al lado de las Torres Kio que, en mi mente apocalíptica, es un sitio horrible para intentar salvarse, esto es culpa de El día de la bestia y mucho telefilm con rascacielos en llamas.
Desde allí, tengo que andar casi 14 kilómetros hasta mi casa, porque imagínate tú coger el coche en el atasco en mitad del fin del mundo, si un martes con lluvia ya es el infierno en la tierra en Madrid. Mi plan solo funciona si el fin del mundo cae en finde o en el día de teletrabajo. Voy justa de horquilla de salvación.
Luego las empresas no entienden que prefiramos teletrabajar más. Si son todo ventajas. No paro de oír que el trabajo creativo se hace en grupo. Miles de años de historia del arte, la ciencia y la literatura dicen lo contrario. Pero el capitalismo tiene sus normas de control. Eso sí lo entiendo. No quiero milongas acerca de lo bueno que es volver a las oficinas. No hay nadie que se lo crea: horas en desplazamientos innecesarios, comer en platos de plástico en cualquier sitio, compartir el baño con gente que no has elegido en tu vida y a la que tienes que oír hacer pis. Sé cosas del suelo pélvico de personas que me caen mal.
Ahora también le vamos sumar una preocupación extra: que un estallido de una guerra en Europa nos pille en una oficina acristalada a tomar por saco de casa. Que no lo digo yo, que lo dice Bruselas, que montéis una mochila para aguantar 72 horas: agua, comida, medicamentos y una radio.
Yo, como ando un nivel de angustia por encima de los que empiezan ahora, tengo que revisar qué se ha caducado en nuestra mochila que ya tiene 6 años. También os digo que entre agua caducada embolsada y la del grifo, no tendría duda. Que no sabía que el agua caduca, el capitalismo también llega a la mochila del fin del mundo. Tengo hasta un arco plegable, como si fuera a darle yo a un ciervo en movimiento… Antes me saco un ojo.
La clave de todo esto sería saber el tipo de apocalipsis que se viene, así la angustia podría centrarse en un tipo de salvación porque le ando pegando a todas las variables y así no hay manera. Cada fin del mundo tiene sus cositas: falta de electricidad, falta de agua, virus… Como soy una persona racional no pienso en zombis. Eso me parece fantasía. Hasta yo tengo mis límites. Y, además, si son zombis rápidos todo el mundo sabe que no hay mucho que hacer, como en la guerra nuclear, que lo mejor sería estar lo más cerca posible del área de impacto.
Me he leído Guerra nuclear, un escenario de Annie Jacobsen y, chica, Annie, ni un hueco dejas para la esperanza. El libro asegura que el sistema de no agresión nuclear se basa en confiar que el otro dirigente no quiere que todo su país muera pero, claro, estamos en 2025, eso es dar mucho por hecho. Una cosa que nos deja claro el mundo (y el capitalismo) es que la sociopatía es un don para ascender en las estructuras de poder.
Una vez que una guerra nuclear comienza, no hay desescalada posible. Eso dice Annie en un libro con casi 100 páginas de biobibliografía, que te da un alegrón tanta cita, porque cuando ya estas angustiada perdida y el mundo hecho unos zorros, ves que te quedan 120 páginas y te ansiedad de pensar en todos intentando sobrevivir en la nada. Pero, no, resulta que el libro se acaba antes porque todo son citas y libros de gente muy lista y también de políticos (vale, chiste fácil). Es verdad que ese final abrupto implica que no hay mucha esperanza, pero llegados a ese punto de la lectura, lo prefería.
Lectura ligera no es. Si estáis para historias de amor y lujo, no lo recomiendo. Porque luego lees esta semana que han metido por error al director de la revista The Atlantic en un chat de mandamases trumpistas para organizar una guerra y, claro, te vienes abajo. Están las noticias para llevar la mochila encima todo el rato. Que te digo que me va a pillar en el curro, lo veo.
Estoy pensando en mandar una sugerencia a recursos humanos aduciendo un posible fin del mundo para que aumenten los días de teletrabajo. Me encantaría leer la respuesta. Mientras, voy a ver si consigo que el director The Atlantic proponga en su chat los miércoles para la guerra, que es mi día de teletrabajo.
Amaya Ascunce
P. D. Hace 3 años de la newsletter sobre mi mochila del fin del mundo. Aquí qué tengo en mía, aunque desde entonces he sumado horno, arco, placas solares… Os digo, lumbago.
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Influencer del fin del mundo, sin duda. Yo también pensé en ti, claro. Y nada solo venía a decirte que el pánico geoestratégico y la ansiedad nuclear afilan aún más tu ingenio. En medio de mi propia histeria me he reído. Gracias
Siempre te leo, Amaya. Esta preocupación por el fin del mundo está más que justificada en estos tiempos oscuros. Pero cuando leí las sugerencias de la UE, acá en Venezuela nos reíamos mucho. ¿Comida para 3 días? Pero si acá uno tiene provisiones para al menos una semana, no vaya a ser qué... Y cuando vienen momentos que sabemos serán difíciles (por ejemplo, que se juramente un presidente que, todos sabemos, perdió la elecciones), entonces eso parece poco y uno trata de tener más enlatados, comida seca, esas cosas.
Pero el verdadero rollo siempre te agarra desprevenida. Como cuando tuvimos un apagón nacional de una semana: porque como no había luz, no había bancos ni cajeros, ni podías pagar en ninguna parte con tarjeta. Creo que ahí nos graduamos en supervivencia, cargando los móviles en el carro, subiendo agua hasta el apartamento y resucitando los juegos de mesa para matar el tiempo con los peques.