Me parece que todo el mundo viste igual. Lo que ahora llaman vestir bien resulta que es vestir igual. Me cuesta diferenciar a algunas personas de espaldas. Incluso no distingo qué llevan puesto un día del siguiente. Todo me parece el mismo túnel. Podrías cambiarles la ropa entre ellas y no me daría cuenta. Me veo incapaz de definir ese estilo. Y no solo es la ropa. Hay algo uniformado en casi todo. Las casas de color beige. Los coches son subs blancos, negros o grises. Todos bebemos el mismo café latte en vasos de cartón. Las oficinas son limpias, luminosas, acristaladas, impersonales. Todos queremos luces cálidas. Y llevamos maquillajes que no se noten. Olemos igual. Vestimos de negro, gris, marino y beige. Yo también. Quise comprarme un abrigo rojo este invierno y no encontré ninguno. Me conformé con un niqui rojo. Los colores han desaparecido de nuestro entorno. Todo es neutro, acolchado, poco definido, sin riesgo. Ahora todo el mundo quiere ir al concierto de Bad Bunny. “Tienes mil millones de personas en la cola delante de ti”. Hasta de algo nuevo, original, hacemos uniformidad.
Leí en algún lado (que soy incapaz de recodar) que esa falta de diferenciación se extiende a cualquier área de la vida. Las marcas rediseñan sus logos para parecerse a otras marcas. Cuando era pequeña mi madre tenía un coche amarillo, llevaba un vestido de enormes lunares rojos, el pelo ondulado y sombra de ojos azul. Había punkis. Hippies. Rockeros. Ultra pijos. Borrokas. Grunges. Todos extremados. Marcados. Ahora hay mucho pijo camuflado de bohemio. Y el otro día en mi pueblo me sorprendió que la estética abertzale se había dulcificado. Me costaba diferenciar a las chicas de una moderna madrileña de Malasaña cualquiera. ¿Dónde quedó el uniforme quechua y los flequillos a ras? Da igual, todos hacemos cola virtual para comprar entradas para Bad Bunny.
He leído a Cookie Mueller (musa del underground) en Caminar por aguas cristalinas en una piscina pintada de negro su libro de memorias póstumo. Cookie debió de ser lo más contrario a esa uniformidad. Su libro también está fuera de lo definible. Habla de sexo y drogas, arte, machismo, pobreza, trabajo, amistad y amor. Creo que habla de libertad por encima de todo, o al menos desde la libertad. Cookie tenía hasta un mono.
“Nos dejó en la carretera, después de regalarle a Lee una motosierra de gasolina y su tarjeta de visita. Solo tenía su nombre y un teléfono en una caligrafía barroca en tono lila.
Conseguimos otro viaje afuera de un motel intimidando a una señora con rulos color rosa que iba al volante de un Dodge gris. Se puso nerviosa, en realidad no quería llevarnos.
—Oh. la entiendo perfectamente—le dije.—No nos conoce de nada.
No quitaba los ojos de la motosierra y nos preguntó cinco veces adónde la llevábamos. Años después, cuando vi La matanza de Texas recordé a esa señora.
Cuando nos bajamos, Lee le regaló la motosierra y se puso muy contenta. Dijo que siempre había querido una”.
Fue actriz en las pelis de John Waters, fue stripper, modelo y otras miles de cosas más que cuenta en el libro. Lo que probablemente no fue nunca nadie normal.
“Trabajé en oficinas cuando tenía 18 años y eso siempre terminó en un fiasco. Además, eran trabajos que te quitaban todo el día, cinco días a la semana. Necesitaba uno que no ocupara todo el día y además que se pagara bien”.
Me he reído muchísimo con el libro a pesar de los dramas que cuenta sobre su vida.
“Eran solo tres putas buscando sexo en la carreteras”. Esas fueron las palabras que más tarde usaron los secuestradores y violadores para describirnos.
Nosotras no veíamos las cosas así. Muchas otras personas tampoco lo veían así, pero eran mujeres. La mayor parte de los hombres que conocen los hechos dicen que nos lo estábamos buscando.
Obviamente, no se puede confiar en la opinión de un hombre cuando estamos hablando de una violación”.
Cookie fue amiga de Nan Goldin y tuvo todo tipo de amantes como Jimi Hendrix. Murió de complicaciones relacionadas con el sida en 1989. El libro es una delicia para gente con sentido del humor y cierta apertura mental.
“Empecé a escalar la segunda reja con la falda agitándose abierta en la brisa. En un punto me pregunté si me había puesto bragas.
El tipo me ayudó; no estaba desconcertado, aunque sí un poco curioso. Los alemanes siempre quieren llegar al fondo del significado intelectual de cualquier acto”.
Las cosas no están para personas como Cookie. Todas las influencers en redes me parecen la misma persona. Me cuesta distinguir a algunas actrices y actores. Escuchamos la misma música, vemos las mismas series, leemos los mismos libros. Apenas veo gente con gustos distintos. Hay algo sumiso, algo cobarde en esta uniformidad en la que vivimos. No sobresalir, no definirse. “¿Qué hay de malo en que te guste lo que le gusta todo el mundo”, comentó hace poco una conocida. No lo sé. ¿Qué hay de malo?
Amaya Ascunce
P.D. 1 “Es un hecho que las personas estúpidas no saben lo estúpidas que son; solamente que hay que gente que dice cosas que no les interesan”. Me cae bien Cookie.
P. D. 2 Un perfume raro. Huele a incienso pero sin el humo, ni la iglesia. Huele a vainilla pero sin el pastelito. Y huele café pero se pierde enseguida. Podrías odiar los perfumes orientales y que te gustara y que te encante la vainilla y odiarlo. Me huele a una tienda que había en lo viejo de Pamplona, Jitu, donde compré mis primeros inciensos y piedras mágicas y pisamierdas y me sentía medio mística. Con lo terrenal que he acabado siendo. Igual por eso.
P. D. 3 He estado en mi salsa con el apagón, chuleando de mochila. Me comí hasta una barrita proteica de la NASA solo por entretenerme. Saben a arena. A veces dudo de si sobrevivir al apocalipsis merece la pena. Luego pienso que qué chorrada, por supuesto que merece la pena.
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Me ha gustado mucho este post. Y me ha hecho que pensar. Hoy me pondré mis pantalones naranjas con una camiseta roja… y a volar. Gracias por acompañarme con el café
Amaya, Ternua mejor que Quechua.
Una delicia leerte.
Gracias