Hace calor. M. me cuenta en el jardín de un palacete que conoce a dos niños. Uno de ellos llegó a España hace años por un proceso de adopción. Es un niño que estuvo atado de bebé y tiene problemas de aprendizaje y desarrollo que su familia adoptiva batalla. Una noche ese niño oyó llorar a una niña vecina. Es una pequeña también adoptada que acababa de llegar a España. La adopción fue jodida. Una de esas en las que la familia biológica va a despedirse en el hotel. Los dos se hicieron amigos a pesar de que ella es más pequeña, del idioma, y de todo lo demás. Pocos meses después M. estaba con ellos en la playa y la niña se dedicaba a cuidar al niño, hablaba y entendía español, y le hacía de protectora, amiga y cuidadora. M. le preguntó que cómo era posible ese cambio, que ya hablara español perfecto y que se moviera como si fuera su mundo de siempre:
—¡C’est la vie!—le contestó, y se tiró de cabeza al agua sonriendo.
—A veces nos pasamos años en entender la vida: la desigualdad, la suerte, lo que nos sucede a nosotros y a los otros. Y luego llega una niña así…
Segunda historia:
Son las 12 de la noche, salgo del palacete. Voy vestida de fiesta y con cosas que brillan. Voy muy peinada (para mí) y maquillada. Es el cuarto evento de trabajo por la noche este verano. A veces me siento como la Cenicienta pero al contrario. A las 12, camino a mi barrio normal, me siento mejor, me siento yo. Aunque yo voy siempre de plano. Decidí hace mucho que ningún vestido, zapato o look merece ni un poco de molestia.
Me recoge un taxista. Charlamos. Me cuenta que es de Damasco. Lleva casi 20 años por Madrid. Parece un surfero californiano. Incluso el acento suena como el de un americano hablando español. Ha trabajado en el casino mucho tiempo:
—Al principio éramos casi todo inmigrantes, pero después de la crisis del 2008, la mayoría los cambiaron por españoles. Yo aguanté…
Pero lo dejó hace poco. Dice que había gente triste, con muchos problemas. “Les coges cariño”. Me habla también de la otra gente:
—Tú llegas ahí y hay personas con mucho dinero. Son un porcentaje muy pequeño de la población, claro. Y te haces amigo. A veces te invitan. Y te confundes. A veces te crees que eres uno de ellos. Pero tú estás trabajando.
—¿Te gusta más el taxi?—le pregunto.
—Llevo solo seis meses. Todo al principio es interesante. Todo al principio está bien. Pero me ha dejado mi novia. Ella quiere que tenga un trabajo como todo el mundo, de 7 a 3. Yo lo intento, pero no me sale nada así. No me quieren. ¿Qué voy a hacer? Ella aguantó el casino, pero el taxi, no.
—Si pudieras elegir en qué trabajar, ¿qué trabajo te gustaría hacer?— le preguntó animada por la conversación.
—Pues, no sé. En realidad, lo que quiero es irme a Canarias. Yo creo que sería más feliz allí. No me gusta el frío. Y su vida tranquila… Creo que es más como yo. El trabajo es lo de menos. En realidad, no necesitamos mucho dinero. Lo justo para vivir dignamente me vale.
Le deseo que se le cumpla todo cuando me bajo del taxi.
Tercera historia:
Al día siguiente estoy de mal humor por el cansancio del evento y del día de trabajo. F. viene a la piscina de mi casa con su hija N. por la tarde.
No saben nadar ninguna y le dejan a la niña unos manguitos. La madre los mira sorprendida. Piensa en su funcionamiento. Los gira. Prueba a vaciarles el aire. S. le explica cómo funciona el seguro para que el aire no se escape. Sonríe y nos explica:
—Antes de venir, estuve buscando algo así. Pero no había, no encontré nada parecido. No conocía esto. Nos dieron un chaleco pero ni el suyo ni el mío flotaban—me dice, y nos enseña en el móvil una foto de la amiga de mi hija, hace menos de un año, más pequeña, con solo cuatro años, sonriente, confiada, con un chaleco naranja subida en una patera junto a su madre.
Amaya Ascunce
P. D. 1 He leído La llamada, de Leila Guerriero.
Casi ni lo he subrayado porque me ha tenido agarrada por las tripas durante las 430 páginas que tiene el libro. Cuenta la historia real de Silvia Labayru, que fue secuestrada por los militares en 1976 en el golpe de estado de Argentina. Silvia estaba embarazada de cinco meses. Dio a luz en la ESMA, fue torturada y violada, hizo trabajos forzados, y fue obligada a colaborar en una trama contra las Madres de la Plaza de Mayo. Y, después de eso, cuando creyó que se había salvado junto a su hija, tuvo que enfrentarse al rechazo de otros exiliados.
Lo increíble del libro, además de la manera de escribir de Leila, es cómo habla de que las víctimas pueden ser de cualquier manera, libres en su tragedia y en lo que viene después. Solidarios o amargados. Rencorosos o sobrevivientes. Deprimidos o, incluso, felices.
“Hay una pregunta que hacen siempre: Por qué elige las historias, con qué criterios. Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no”.
P.D. 2 M., espero haber sido fiel a la historia de los dos niños. Igual mi memoria ha cambiado algún detalle. Aunque no sé si importa.
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¿Por qué? Para dar valor a este trabajo. Me gusta escribir. Me gusta aún más conectar con otra gente que esté al otro lado pensando algo parecido. Me encanta que me digan que han vuelto a leer gracias a mis recomendaciones. Pero esta carta ha necesitado una tarde de domingo y una mañana de viernes de mi tiempo libre para escribirse.
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Me gusta como Leila Guerriero cuenta la historia porque no ensalza, ni elogia. No juzga. Los lectores, sorprendidos, reflexionamos pero tampoco juzgamos. Novela formidable, no paro de recomendarla. La cogí, al azar, de la biblioteca.
Hola, familia.
Como os escribo desde Pamplona, os felicito los San Fermines.
Las historias de la gente venida de fuera son mucha y ellos suelen ser muy emocionantes.
Yo trabajo en el mostrador de atención al contribuyente de la hacienda foral de Navarra y gracias a que me arreglo en francés e inglés hablo mucho con gente venida de África y suelen ser muy sorprendentes.
También con los venidos del este, siempre les pregunto algo. Cuando comenzó la invasión de ucrania sólida preguntarles por la familia a todos los recién llegados.
Y luego están también los de aquí, sobre todo las viudas recientes. Suelen venir con sus hijas y siempre les pregunto qué tal están.
Colecciono un montón de recuerdos de gente que me cuenta sus penas y que a veces me mueven casi hasta llorar. Podría no hacerlo, pero entonces toda esta gente serían números y yo un robot.
Quiero decir, que hagáis como Amaya sin miedo, preguntadles qué tal están, de dónde vienen y si tienen familia. Os lo contarán, se sentirán mejor y vosotras también.