Un maestro es una cosa seria. Yo soy hija de maestra. Eso significa que mi madre me sigue educando a mis 46 años. Es agotador. Para ella, creo que más. Aunque no estoy segura. Todavía pretende que sea ordenada o que vaya recta y bien peinada. Tiene vocación y esperanza. Pobrecita. La vocación es una cosa bastante complicada, pero en el caso de los profesores, peor es no tenerla.
He leído ‘Pobre’, de Katriona O’Sullivan. Traigo el libro aquí con dudas porque flojea. La primera mitad me ha encantado. Se lee rápido. Es clara y te lleva a un sitio concreto: la hija pequeña de dos padres adictos a las drogas sobrevive a su infancia. Gracias en parte a la ayuda a algunos profesores que le enseñan, por ejemplo, cómo limpiarse si se hacía pis y le llevaron bragas limpias cada día de la semana para que no se rieran de ella los otros niños.
El libro es no ficción, es la historia de la propia Katriona que se ha convertido el libro más leído en Irlanda. Es muy duro porque cuenta violaciones, abusos y, sobre todo, las dejaciones de los propios padres.
La segunda parte flojea. Se pierde en su adolescencia y primera adultez, que me imagino que fue en realidad lo que le sucedió en su propia vida, pero no sabes bien dónde quiere llegar.
Pero lo que me ha llamado la atención durante el libro es la importancia que tuvieron en su vida los maestros, los buenos y los malos. Ella era un niña lista y con ganas de ir al colegio, el único lugar ordenado en su vida pero explica cómo algunos adultos, como profesores o policías, les culpaban a ella y a sus hermanos de la situación en la que vivían.
“Después de dos años en la clase de la señora Smythe, nunca quise volver a leer en voz alta. Ella me hacía detener, fingiendo que me había equivocado cuando no era el caso. Frenaba mi progreso y Io hacía con maldad, corrigiéndome errores que no había hecho, confundiéndome, poniendo a prueba mis límites.
-Por favor, querida -me decía con una mirada de desprecio absoluto- ¿cómo haces para no acertar ni una? Al principio, horrorizada ante ese descenso repentino de mis capacidades, intenté mejorar, pero terminé por dejar de preocuparme. Me encogía de hombros y no le daba importancia. Dejé de levantar la mano, dejé de querer participar y dejó de encantarme leer”.
El libro además concluye con un epílogo muy interesante. Katrina acabó estudiando en el Trinity College y gracias a la ayuda de algunos de esos maestros, y los programas públicos, es doctora en Psicología y se dedica a la docencia. Pero ella misma explica parte de su éxito:
No quiero ser el modelo de nadie ni que se me vea como una historia de éxito. No quiero que se hable de mí como si lo hubiera hecho todo yo sola, cuando no es el caso. De no haber contado con toda esa compasión de otras personas, y si esas personas no hubieran estado tan decididas a empujar a aquella niña enfadada y desesperada para que saliera de aquel pozo, no habría llegado a ninguna parte.
Otro de los puntos que me ha gustado del libro es el recorrido a través de las ayudas sociales, de cómo vivir en un momento en Irlanda donde había dinero para ayudar a los más pobres produjo que pudiera salir de allí. Pone en valor esos programas, y a la vez, explica que vivir de una subvención junto con un buen marido criando hijos en una casa social, era lo que ella entendía por una buena vida.
“A pesar de lo que sabemos, aún fingimos que lo único que hace falta para alcanzar el éxito es trabajar duro. El mundo sigue diciéndole a la gente: ¡Si, tú puedes!, cuando la verdad es que solo pueden los privilegiados. De niña y de adolescente, me sentí plenamente responsable por el hecho de ser pobre. Y, cuando dejé atrás la pobreza mediante la educación, el sistema me recompensó y me puso de ejemplo de alguien que se ha esforzado lo bastante para lograrlo. Pero la verdad es que contradije los pronósticos porque saqué partido del sistema y solo lo logré porque, en el momento en que lo hice, en el país había mucho dinero disponible”.
“Esos programas piden a los solicitantes que demuestren su pobreza, su desigualdad, su valía, su motivación Y su potencial. Y el sistema selecciona a aquellos que cree dignos del regalo de acceder a una educación”.
Recuerda en algo a Una educación de Tara Westover, un libro que no me canso de regalar y recomendar, y que cuenta el milagro que supone la educación en la mente de los niños. Ese ha sido nuestro regalo de verano a la maestra que ha tenido M. durante estos tres años de infantil y que ha sido toda una suerte.
Dejar un hijo en manos de otro es algo muy serio. Una hija, un hijo, no se me ocurre nada más serio que dejar en las manos de otro. Todas las posibilidades van pegadas a esa niña o ese niño. Llevan muchísimos “ojalá” con ellos. Una madre deja un hijo como quien deja un milagro, un diente de león, una semilla. Un padre deja un hijo pequeño, redondo, prieto, todavía caliente y arropado, querido, deseado. Con sus mocos y sus lloros, y su quiero con mamá, y su quiero con papá. No puede uno dejarlo a cualquiera. Todos los padres sabemos eso. Y llegamos el primer día un poco como llegan los niños y las niñas, también asustados. Y confiamos en tener suerte y que al otro lado haya uno de esos buenos maestros.
La suerte juega en la vida un papel mucho más importante del que nos gusta creer.
Amaya Ascunce
P. D. Recuerdo este párrafo de un artículo de The New York Times de Tara Westover que ya traje a esta newsletter.
“Por mi parte, comenzaré contando mi propia historia de manera diferente, descartando esa vieja fábula de moda que reduce cualquier historia de éxito a una de valor y diligencia. Admito que, para ser franco, fue un momento más fácil y las cosas fueron mejores. Nuestras instituciones eran mejores. Quizá sea de eso de lo que trata la historia, en la medida en que trata de cualquier cosa. Hay una cosa que aprendí cuando cobré ese cheque: que las personas no siempre pueden ser resilientes, pero un país sí”.
Este mes se cumple un año del lanzamiento de la suscripción de pago voluntaria a esta newsletter. Quería daros las gracias a todos los que habéis contribuido a darle valor al esfuerzo que supone lanzar esta carta cada 15 días, muchas de ellas sintiéndome idiota, expuesta, vulnerable, narcisista o perdida. Aquí podéis renovarla.
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Gracias Amaya por seguir exponiéndote y hacerme reflexionar.
Este comentario de la autora es brutal.
“Hay una cosa que aprendí cuando cobré ese cheque: que las personas no siempre pueden ser resilientes, pero un país sí”.
En cierta manera, un país es como una madre o un padre: debería velar por todos, y sobre todo por los más débiles, sin que tuvieran que demostrar cuán mal están o qué valía o potencial tienen. ¿Acaso, por el simple hecho de ser, uno no es ya válido?”
Qué importante es saber ser educador... y qué difícil. Cuánta razón tienes al decir que los hijos no se dejan a cualquiera, hay muchos ojalás en las horas que nuestros hijos pasan en el colegio; no es sólo el apartado académico, los educadores son ejemplo de vida